lunes, 28 de octubre de 2019

El tizón


Era las 4 de la tarde y Juan jugaba en el prado con su amigo, Maco. Maco medía unos 50 centímetros, de pelaje cobrizo, ojos profundos y sonrisa permanente. Juguetón empedernido e inquieto, casi no hablaba, pero decía tanto con su forma de moverse, de saltar y sujetarse de las ramas de los árboles
Maco era un artista, Juan no dudaba de ello. Aplaudía sus gracias y reía de sus caídas, aunque no eran muy comunes pues la agilidad de su amigo era incomparable. Sus 4 manos atenazaban aquello que le gustaba y empujaban, con mucha fuerza, a quien le molestaba. Tenía 4 manos, ¿cómo podría caerse con tantas herramientas para sujetarse, mientras jugaba, saltaba y comía semillas con sabor a madera?
A Juan no le agradaba el sabor de lo que Maco comía, pero a Maco le gustaba mucho robarle los manjares a su joven amigo. Más de una vez lo había dejado sin comida, y, claro, por la distancia a la que estaban del pueblo, ese ayuno se extendía durante todo el día.  Cuando robaba su comida, Maco permanecía en silencio todo el tiempo, trepaba muy alto y se escondía de su fiel amigo, a pesar de sus llamadas, tratando de que su voz no mostrara el coraje que le encendía por dentro por el abuso de confianza de su peludo amigo.
Maco era su amigo desde siempre. Sus años tenían huella de su amigo. Cada día era una novedad con aquel compañero de escuela. Y es que Juan no podía sentarse todos los días frente a un libro o un cuaderno pues el rebaño no se lo permitía. Pero, eso sí, aprendía algo todos los días con Maco o de él. Como aquella vez que Maco pescó en el riachuelo frío del valle Dulce. Claro que Maco no compartió con él aquel pez, se lo comió solo, allá arriba en la copa del árbol de aceitunas. Juan estaba prendiendo el fuego, pues era de una de esas jornadas de pastoreo que lo mantendrían fuera de casa. Aunque tenía su comida, la que le envío su madre para alimentarse, le habría gustado probar aquella rosada trucha.
Pocas veces Juan tenía que pernoctar junto al rebaño. Eran jornadas con una caminata larga en época de verano cuando el pasto se resecaba y el agua escaseaba. Entonces debían llevar al rebaño hacia el valle Dulce, como lo llamaba Juan. Abundaban las flores, los aromas a miel y vainilla, aunque también había abejas, esas guerreras amarillas con las que Maco no gustaba jugar pues siempre salía perdiendo. Alejarse de las abejas era una lección que Juan aprendió tras la primera vez que recibió un aguijonazo de una de ellas. Maco, en cambio, era un poco más testarudo y cada vez que encontraba un panal de abejas, buscaba la manera de robarles el fruto de su trabajo, aunque aquello le costase corretear por el prado o saltar de rama en rama huyendo de las furibundas dueñas de casa.
Cuidar del rebano no era tarea fatigada ni triste para Juan, siempre y cuando Maco estuviera con él. Contar las ovejas, estar atentos a aquellas que se alejaban para volverlas al aprisco y vigilar el horizonte por si algún cazador furtivo se acercaba. Como aquella tarde en que Maco permaneció inmóvil en la copa del abeto, sigiloso miraba hacia el mismo punto del horizonte durante un buen rato. Juan lo llamaba intentando que bajara a jugar con él, pero Maco no movía ni un músculo, hasta que, de pronto, su silencio se convirtió en un griterío cada vez más intenso. Sacudía furioso las ramas mientras miraba a Juan y apuntaba hacia las ovejas. Al principio Juan pensó que era una especie de juego o que Maco se encontró con abejas allá arriba. Pasaron eternos segundos hasta que Juan entendió que Maco había avistado una amenaza, un coyote quizá o tal vez un lobo. Asustado, Juan preparó su arma, la que había aprendido a disparar de su padre. Le temblaban las manos, su respiración era agitada y entrecortada, el silencio de la pradera solo era interrumpido por los gritos de Maco. Las ovejas pacían tranquilas, confiaban en su pastor, ni siquiera alzaban la vista del pasto dulce que saboreaban en cada mordisco. Juan, por el contrario, cada vez estaba más nervioso. La última vez que tuvo la visita inesperada de un animal peligroso, papá estaba ahí todavía con él, él manejaba el arma, él era el guardián, mientras Juan jugaba a ser pastor con Maco, correteando en la pradera, sin saber que papá lo estaba entrenando para reemplazarlo en poco tiempo…
Su padre sabía que estaba enfermo, su madre no podía dejar el hogar con su hermanita recién nacida, era Juan quien debía encargarse del rebano, del futuro de la familia. La única tarea que Juan tenía, cuando pastoreaba con papá, era la de mantener el fuego encendido y no dejar que se enfriara el rescoldo. Lo demás era juego, un aprendizaje implícito convertido en diversión de pradera.
Para el momento en que Juan avistó a su enemigo, Maco había descendido un poco, pero permanecía en el árbol, escandalosamente vigilante. El viento cambió de sentido y eso hizo que la fiera salvaje rodeara al rebaño para que su olor no delate a las ovejas y provoque una estampida, movimiento que lo colocó en línea recta frente a frente con Juan y su arma. El joven pastor quedó como único escudo entre su rebaño, el futuro de su familia, y la fiera silenciosa, salvaje y hambrienta. Uso el árbol como trinchera y esperó a que su enemigo ser acercase, ordenó a Maco callarse mientras apuntaba con el arma, recordó el entrenamiento, mantener firme el arma contra el hombro para evitar el culatazo, respirar antes de disparar y contener el aire al tirar del gatillo y volver a cargar, inmediatamente, sin dejar de apuntar para no perder de vista hacia dónde se mueve le enemigo.
Siguió el entrenamiento sin dudar, con Maco vigilante desde el árbol y las ovejas paciendo en calma. Retumbó en el valle el disparo, alterando a las aves de los árboles vecinos y obligando a algunas ovejas, las más jóvenes de hecho, a suspender por un momento su tranquila comida, alzar la cabeza buscando el origen del ruido e intentando correr asustadas. Pero las más viejas del rebano, la mayoría, también habían aprendido la lección que Juan acababa de poner en práctica: mantener la calma cuando el arma retumbaba, permanecer en sus lugares hasta escuchar del pastor alguna orden y seguir comiendo, plácidamente, si nada sucedía tras el tronido.
Su enemigo, herido gravemente, emprendió la retirada en busca de algún rincón para convertirse en comida de carroñeros en pocas horas.
Juan aseguró el arma y acarició la cabeza de un tembloroso y agitado Maco. “Todo está bien, amigo mío. Papá nos cuida, como cuando estaba aquí empuñando el arma”. Maco parecía entender a su joven amigo. Se acercaba la noche, Juan le dio a su ayudante una manzana fresca y jugosa. Y él, emprendió esa tarea para la que era un especialista: encender el fuego para pasar la noche vigilando del rebaño.

Al brillo de un tizón, mientras lo soplaba, recordó las palabras de su padre: “Ven, Juan, no dejes que el tizón pierda su brillo y su calor. Ayúdame a darle vida”.


Fábula, El Greco, 1600.