Era las 4 de la tarde y Juan jugaba en el prado con su
amigo, Maco. Maco medía unos 50 centímetros, de pelaje cobrizo, ojos profundos
y sonrisa permanente. Juguetón empedernido e inquieto, casi no hablaba, pero
decía tanto con su forma de moverse, de saltar y sujetarse de las ramas de los
árboles
Maco era un artista, Juan no dudaba de ello. Aplaudía sus
gracias y reía de sus caídas, aunque no eran muy comunes pues la agilidad de su
amigo era incomparable. Sus 4 manos atenazaban aquello que le gustaba y
empujaban, con mucha fuerza, a quien le molestaba. Tenía 4 manos, ¿cómo podría
caerse con tantas herramientas para sujetarse, mientras jugaba, saltaba y comía
semillas con sabor a madera?
A Juan no le agradaba el sabor de lo que Maco comía, pero a
Maco le gustaba mucho robarle los manjares a su joven amigo. Más de una vez lo
había dejado sin comida, y, claro, por la distancia a la que estaban del
pueblo, ese ayuno se extendía durante todo el día. Cuando robaba su comida, Maco permanecía en
silencio todo el tiempo, trepaba muy alto y se escondía de su fiel amigo, a
pesar de sus llamadas, tratando de que su voz no mostrara el coraje que le
encendía por dentro por el abuso de confianza de su peludo amigo.
Maco era su amigo desde siempre. Sus años tenían huella de
su amigo. Cada día era una novedad con aquel compañero de escuela. Y es que
Juan no podía sentarse todos los días frente a un libro o un cuaderno pues el
rebaño no se lo permitía. Pero, eso sí, aprendía algo todos los días con Maco o
de él. Como aquella vez que Maco pescó en el riachuelo frío del valle Dulce.
Claro que Maco no compartió con él aquel pez, se lo comió solo, allá arriba en
la copa del árbol de aceitunas. Juan estaba prendiendo el fuego, pues era de
una de esas jornadas de pastoreo que lo mantendrían fuera de casa. Aunque tenía
su comida, la que le envío su madre para alimentarse, le habría gustado probar
aquella rosada trucha.
Pocas veces Juan tenía que pernoctar junto al rebaño. Eran
jornadas con una caminata larga en época de verano cuando el pasto se resecaba
y el agua escaseaba. Entonces debían llevar al rebaño hacia el valle Dulce,
como lo llamaba Juan. Abundaban las flores, los aromas a miel y vainilla,
aunque también había abejas, esas guerreras amarillas con las que Maco no
gustaba jugar pues siempre salía perdiendo. Alejarse de las abejas era una
lección que Juan aprendió tras la primera vez que recibió un aguijonazo de una
de ellas. Maco, en cambio, era un poco más testarudo y cada vez que encontraba
un panal de abejas, buscaba la manera de robarles el fruto de su trabajo, aunque
aquello le costase corretear por el prado o saltar de rama en rama huyendo de
las furibundas dueñas de casa.
Cuidar del rebano no era tarea fatigada ni triste para Juan,
siempre y cuando Maco estuviera con él. Contar las ovejas, estar atentos a aquellas
que se alejaban para volverlas al aprisco y vigilar el horizonte por si algún cazador
furtivo se acercaba. Como aquella tarde en que Maco permaneció inmóvil en la
copa del abeto, sigiloso miraba hacia el mismo punto del horizonte durante un
buen rato. Juan lo llamaba intentando que bajara a jugar con él, pero Maco no
movía ni un músculo, hasta que, de pronto, su silencio se convirtió en un griterío
cada vez más intenso. Sacudía furioso las ramas mientras miraba a Juan y
apuntaba hacia las ovejas. Al principio Juan pensó que era una especie de juego
o que Maco se encontró con abejas allá arriba. Pasaron eternos segundos hasta
que Juan entendió que Maco había avistado una amenaza, un coyote quizá o tal
vez un lobo. Asustado, Juan preparó su arma, la que había aprendido a disparar
de su padre. Le temblaban las manos, su respiración era agitada y entrecortada,
el silencio de la pradera solo era interrumpido por los gritos de Maco. Las
ovejas pacían tranquilas, confiaban en su pastor, ni siquiera alzaban la vista
del pasto dulce que saboreaban en cada mordisco. Juan, por el contrario, cada
vez estaba más nervioso. La última vez que tuvo la visita inesperada de un
animal peligroso, papá estaba ahí todavía con él, él manejaba el arma, él era
el guardián, mientras Juan jugaba a ser pastor con Maco, correteando en la
pradera, sin saber que papá lo estaba entrenando para reemplazarlo en poco tiempo…
Su padre sabía que estaba enfermo, su madre no podía dejar
el hogar con su hermanita recién nacida, era Juan quien debía encargarse del
rebano, del futuro de la familia. La única tarea que Juan tenía, cuando pastoreaba
con papá, era la de mantener el fuego encendido y no dejar que se enfriara el
rescoldo. Lo demás era juego, un aprendizaje implícito convertido en diversión
de pradera.
Para el momento en que Juan avistó a su enemigo, Maco había
descendido un poco, pero permanecía en el árbol, escandalosamente vigilante. El
viento cambió de sentido y eso hizo que la fiera salvaje rodeara al rebaño para
que su olor no delate a las ovejas y provoque una estampida, movimiento que lo
colocó en línea recta frente a frente con Juan y su arma. El joven pastor quedó
como único escudo entre su rebaño, el futuro de su familia, y la fiera
silenciosa, salvaje y hambrienta. Uso el árbol como trinchera y esperó a que su
enemigo ser acercase, ordenó a Maco callarse mientras apuntaba con el arma,
recordó el entrenamiento, mantener firme el arma contra el hombro para evitar el
culatazo, respirar antes de disparar y contener el aire al tirar del gatillo y
volver a cargar, inmediatamente, sin dejar de apuntar para no perder de vista
hacia dónde se mueve le enemigo.
Siguió el entrenamiento sin dudar, con Maco vigilante desde
el árbol y las ovejas paciendo en calma. Retumbó en el valle el disparo,
alterando a las aves de los árboles vecinos y obligando a algunas ovejas, las
más jóvenes de hecho, a suspender por un momento su tranquila comida, alzar la
cabeza buscando el origen del ruido e intentando correr asustadas. Pero las más
viejas del rebano, la mayoría, también habían aprendido la lección que Juan
acababa de poner en práctica: mantener la calma cuando el arma retumbaba,
permanecer en sus lugares hasta escuchar del pastor alguna orden y seguir
comiendo, plácidamente, si nada sucedía tras el tronido.
Su enemigo, herido gravemente, emprendió la retirada en
busca de algún rincón para convertirse en comida de carroñeros en pocas horas.
Juan aseguró el arma y acarició la cabeza de un tembloroso y
agitado Maco. “Todo está bien, amigo mío. Papá nos cuida, como cuando estaba
aquí empuñando el arma”. Maco parecía entender a su joven amigo. Se acercaba
la noche, Juan le dio a su ayudante una manzana fresca y jugosa. Y él, emprendió
esa tarea para la que era un especialista: encender el fuego para pasar la
noche vigilando del rebaño.
Al brillo de un tizón, mientras lo soplaba, recordó las
palabras de su padre: “Ven, Juan, no dejes que el tizón pierda su brillo y su
calor. Ayúdame a darle vida”.
Fábula, El Greco, 1600.