viernes, 2 de octubre de 2015

La ética del servidor público y sus formas de sanción ciudadana


La democracia como poder ejercido desde el pueblo sigue siendo una tarea pendiente en la mayoría de países que se autodenominan como democráticos. El ejercicio del poder democrático como capacidad del pueblo para exigir, de forma permanente, un trabajo eficiente, eficaz, honorable, honesto y responsable de sus representantes elegidos en votación popular, sigue dejando mucho que desear.
Y es que, desde el punto de vista ético en la actuación del servidor público, tanto del elegido por votación como del que hace carrera burocrática, los códigos de actuación siguen siendo difusos. Ecuador tiene vigente un “código de ética para el buen vivir” y su constitución prevé castigos administrativos para los diferentes niveles de gobierno y servicio público, llegando incluso a la destitución en casos de corrupción o incumplimiento de obligaciones que atenten contra la calidad de vida de la ciudadanía. Sin embargo, la creación de leyes y reglamentos no ha devenido en un mayor compromiso personal profundo con el ejercicio del servicio público como una tarea con un marco ético y de responsabilidad implícita.
La institucionalidad del servicio público se vive como un mecanismo de aseguramiento personal de la calidad de vida propia a corto o largo plazo, según sea por votación o carrera burocrática, respectivamente. El poder de turno se rodea de personal de “confianza” y crea, sobre el estado, una red de influencia y de control de la sociedad, las leyes, la promulgación y veto de las mismas, de la información libre y del control del descontento social y de la protesta ciudadana.
La normativa existente no es exhaustiva en la tipificación de las múltiples formas que encuentra el poder para utilizar, de forma inadecuada y hasta perversa, los recursos estatales en beneficio propio y del círculo de poder vigente. La falta de independencia de poderes es, sin duda, el mayor problema que una nación democrática debe enfrentar. O, dicho de otro modo, el mayor problema que la ciudadanía libre encuentra para ejercer su control democrático sobre la actuación del servidor público.
Si quien califica un recurso de revisión de actuación de algún empleado público presentado por la ciudadanía fue elegido por el poder apadrinador, con toda seguridad, el “compromiso íntimo del poder” pesará más que la exigencia ética de buscar el bien común de la sociedad, al que se deben, en última instancia todos.
La naturaleza de los actos de malversación de recursos estatales de toda índole y de fondos públicos debería ser la fuente de la categorización de las penas a imponerse al servidor público. La gravedad del acto debe analizarse desde el punto de vista de la afectación a la ciudadanía, el daño a la imagen del servicio público que prestaba el servidor y a la cuantificación de recursos desviados, subutilizados, malversados o desaparecidos durante el inadecuado comportamiento en cuestión.
No hace falta, a mi parecer, que la ciudadanía deba enterarse siempre del acto juzgado y el resultado sancionatorio del mismo. El servidor público si bien se debe  a la ciudadanía y a la dignidad de su cargo, se mueve también en un círculo familiar y social que puede castigar, en exceso, su comportamiento inadecuado, afectando a la familia del servidor que nada tiene que ver, la mayoría de las veces. Eso sí, los actos de gravedad alta y extrema deberán ser informados a la ciudadanía en aras de crear un precedente moral y social de que el crimen cometido tiene sus repercusiones y se debe evitar cometer nuevamente.
La rendición de cuentas como un acto administrativo permanente puede servir, a su vez, como herramienta de control de la actuación del servidor público. Al acceder la ciudadanía a los procesos y resultados de la gestión encomendada, los desvíos en la ejecución de las tareas serán verificables y corregibles sin necesidad, incluso, de llegar a sanciones administrativas y peor aún, penales. Partimos, por supuesto, de la presunción de inocencia del empleado y de la buena fe con que enfrenta su trabajo diario. Sobre esa base, analizar la gestión se convierte en un equilibrio entre la parte humana del servidor y sus tareas técnicas y especialidades propias.
El conjunto de valores subyacentes al servicio público, muchas veces, es desconocido por el personal que labora o, conociéndolo, no lo han integrado en su currículum vital y menos aún en su moralidad activa. Y, aunque la ignorancia de la norma no salva del castigo por el cometimiento de irregularidades, es deber de la entidad educar a sus servidores y promover, entre ellos, la asunción del buen hábito del servicio público de calidad. Durante el proceso educativo de todo profesional, la evaluación es el punto de inflexión del desarrollo de sus capacidades cognitivas y prácticas para el futuro ejercicio de su profesión. ¿Por qué abandonar esa buena costumbre una vez que empezamos a ejercer nuestras labores cotidianas? ¿Por qué hemos reducido la rendición  de cuentas a las cifras y los porcentajes en el cumplimiento de las tareas previstas? Las cifras siempre serán maquillables, las actitudes y la calidad del servicio difícilmente.
La capacidad sancionadora del voto ciudadano pierde eficacia, en cuanto castigo, cuando de burocracia se trata. No tiene validez ni efectividad pues, por lo general o la autoridad desoye al pueblo o cambia de tarea al empleado y, con ello, en lugar de arreglar el problema, lo extiende. De este hecho surge la necesidad de diferenciar en el código de actuación y en la reglamentación de sanciones, el accionar del servidor público de carrera burocrática del de elección popular.
Concluyendo. La capacidad evaluadora de la ciudadanía hacia sus servidores públicos debe fortalecerse en el ámbito del ejercicio de la democracia plena contando como requisitos con una información libre, una rendición de cuentas permanente que abarque las actuaciones y no sólo las cifras, la apertura de la entidad en su área de innovación ética a las denuncias presentadas y un reglamento claro y minucioso de todos los aspectos verificables.
El área de innovación ética debe convertirse en la punta de lanza de ese nuevo servicio ciudadano que rompe el esquema de ocultamiento de información, debe evitar ser un arma de venganza coyuntural y procurar desarrollar en todos los servidores la ética positiva que no está a la cacería de los errores sino atenta a ponderar y exaltar el mejoramiento del servicio tanto particular como institucional.
En cuanto a las autoridades elegidas, creo necesario, la firma de un contrato, convenio o compromiso de servicio ciudadano en el marco de las leyes vigentes. El mismo debe contemplar claramente la necesidad de atender en primera y última instancia, con objetividad, a los intereses generales del conglomerado a quien sirve la autoridad. De ese compromiso firmado surge el mecanismo de control ciudadano sobre la gestión de la autoridad, la defensa de la dignidad del cargo ostentado y la ética en el cumplimiento del deber asumido.
Si el servidor, en el uso del poder otorgado, pretende acallar la voz y el derecho ciudadano de vigilar su labor y sancionar sus desvíos, usando precisamente el poder y los recursos asignados para su tarea, será momento para que la ciudadanía en ejercicio de su democracia efectiva le retire al servidor el poder otorgado y lo sancione con el despido inmediato. No es un golpe de estado, es el finiquito del compromiso contractual por incumplimiento de una de las partes.

Sancionar en el camino las actuaciones fuera de la ley del servidor permitirá que, al volver a elegir, la memoria ciudadana no haya olvidado los desvíos y errores cometidos y evalué, en profundidad, la idoneidad personal del candidato para el cumplimiento del cargo en cuestión u otro de servicio público.