La
democracia como poder ejercido desde el pueblo sigue siendo una tarea pendiente
en la mayoría de países que se autodenominan como democráticos. El ejercicio
del poder democrático como capacidad del pueblo para exigir, de forma
permanente, un trabajo eficiente, eficaz, honorable, honesto y responsable de
sus representantes elegidos en votación popular, sigue dejando mucho que
desear.
Y es
que, desde el punto de vista ético en la actuación del servidor público, tanto
del elegido por votación como del que hace carrera burocrática, los códigos de
actuación siguen siendo difusos. Ecuador tiene vigente un “código de ética para
el buen vivir” y su constitución prevé castigos administrativos para los
diferentes niveles de gobierno y servicio público, llegando incluso a la
destitución en casos de corrupción o incumplimiento de obligaciones que atenten
contra la calidad de vida de la ciudadanía. Sin embargo, la creación de leyes y
reglamentos no ha devenido en un mayor compromiso personal profundo con el
ejercicio del servicio público como una tarea con un marco ético y de
responsabilidad implícita.
La
institucionalidad del servicio público se vive como un mecanismo de
aseguramiento personal de la calidad de vida propia a corto o largo plazo,
según sea por votación o carrera burocrática, respectivamente. El poder de
turno se rodea de personal de “confianza” y crea, sobre el estado, una red de
influencia y de control de la sociedad, las leyes, la promulgación y veto de
las mismas, de la información libre y del control del descontento social y de
la protesta ciudadana.
La
normativa existente no es exhaustiva en la tipificación de las múltiples formas
que encuentra el poder para utilizar, de forma inadecuada y hasta perversa, los
recursos estatales en beneficio propio y del círculo de poder vigente. La falta
de independencia de poderes es, sin duda, el mayor problema que una nación
democrática debe enfrentar. O, dicho de otro modo, el mayor problema que la
ciudadanía libre encuentra para ejercer su control democrático sobre la
actuación del servidor público.
Si
quien califica un recurso de revisión de actuación de algún empleado público
presentado por la ciudadanía fue elegido por el poder apadrinador, con toda
seguridad, el “compromiso íntimo del poder” pesará más que la exigencia ética
de buscar el bien común de la sociedad, al que se deben, en última instancia
todos.
La
naturaleza de los actos de malversación de recursos estatales de toda índole y
de fondos públicos debería ser la fuente de la categorización de las penas a
imponerse al servidor público. La gravedad del acto debe analizarse desde el
punto de vista de la afectación a la ciudadanía, el daño a la imagen del
servicio público que prestaba el servidor y a la cuantificación de recursos
desviados, subutilizados, malversados o desaparecidos durante el inadecuado
comportamiento en cuestión.
No
hace falta, a mi parecer, que la ciudadanía deba enterarse siempre del acto
juzgado y el resultado sancionatorio del mismo. El servidor público si bien se
debe a la ciudadanía y a la dignidad de
su cargo, se mueve también en un círculo familiar y social que puede castigar,
en exceso, su comportamiento inadecuado, afectando a la familia del servidor
que nada tiene que ver, la mayoría de las veces. Eso sí, los actos de gravedad
alta y extrema deberán ser informados a la ciudadanía en aras de crear un
precedente moral y social de que el crimen cometido tiene sus repercusiones y
se debe evitar cometer nuevamente.
La
rendición de cuentas como un acto administrativo permanente puede servir, a su
vez, como herramienta de control de la actuación del servidor público. Al
acceder la ciudadanía a los procesos y resultados de la gestión encomendada,
los desvíos en la ejecución de las tareas serán verificables y corregibles sin
necesidad, incluso, de llegar a sanciones administrativas y peor aún, penales.
Partimos, por supuesto, de la presunción de inocencia del empleado y de la
buena fe con que enfrenta su trabajo diario. Sobre esa base, analizar la
gestión se convierte en un equilibrio entre la parte humana del servidor y sus
tareas técnicas y especialidades propias.
El
conjunto de valores subyacentes al servicio público, muchas veces, es desconocido
por el personal que labora o, conociéndolo, no lo han integrado en su
currículum vital y menos aún en su moralidad activa. Y, aunque la ignorancia de
la norma no salva del castigo por el cometimiento de irregularidades, es deber
de la entidad educar a sus servidores y promover, entre ellos, la asunción del
buen hábito del servicio público de calidad. Durante el proceso educativo de
todo profesional, la evaluación es el punto de inflexión del desarrollo de sus
capacidades cognitivas y prácticas para el futuro ejercicio de su profesión.
¿Por qué abandonar esa buena costumbre una vez que empezamos a ejercer nuestras
labores cotidianas? ¿Por qué hemos reducido la rendición de cuentas a las cifras y los porcentajes en
el cumplimiento de las tareas previstas? Las cifras siempre serán maquillables, las actitudes y la calidad
del servicio difícilmente.
La
capacidad sancionadora del voto ciudadano pierde eficacia, en cuanto castigo,
cuando de burocracia se trata. No tiene validez ni efectividad pues, por lo
general o la autoridad desoye al pueblo o cambia de tarea al empleado y, con
ello, en lugar de arreglar el problema, lo extiende. De este hecho surge la
necesidad de diferenciar en el código de actuación y en la reglamentación de
sanciones, el accionar del servidor público de carrera burocrática del de
elección popular.
Concluyendo.
La capacidad evaluadora de la ciudadanía hacia sus servidores públicos debe
fortalecerse en el ámbito del ejercicio de la democracia plena contando como
requisitos con una información libre, una rendición de cuentas permanente que
abarque las actuaciones y no sólo las cifras, la apertura de la entidad en su
área de innovación ética a las denuncias presentadas y un reglamento claro y
minucioso de todos los aspectos verificables.
El
área de innovación ética debe convertirse en la punta de lanza de ese nuevo
servicio ciudadano que rompe el esquema de ocultamiento de información, debe
evitar ser un arma de venganza coyuntural y procurar desarrollar en todos los
servidores la ética positiva que no está a la cacería de los errores sino
atenta a ponderar y exaltar el mejoramiento del servicio tanto particular como
institucional.
En
cuanto a las autoridades elegidas, creo necesario, la firma de un contrato,
convenio o compromiso de servicio ciudadano en el marco de las leyes vigentes.
El mismo debe contemplar claramente la necesidad de atender en primera y última
instancia, con objetividad, a los intereses generales del conglomerado a quien
sirve la autoridad. De ese compromiso firmado surge el mecanismo de control
ciudadano sobre la gestión de la autoridad, la defensa de la dignidad del cargo
ostentado y la ética en el cumplimiento del deber asumido.
Si
el servidor, en el uso del poder otorgado, pretende acallar la voz y el derecho
ciudadano de vigilar su labor y sancionar sus desvíos, usando precisamente el
poder y los recursos asignados para su tarea, será momento para que la ciudadanía
en ejercicio de su democracia efectiva le retire al servidor el poder otorgado
y lo sancione con el despido inmediato. No es un golpe de estado, es el
finiquito del compromiso contractual por incumplimiento de una de las partes.
Sancionar
en el camino las actuaciones fuera de la ley del servidor permitirá que, al
volver a elegir, la memoria ciudadana no haya olvidado los desvíos y errores
cometidos y evalué, en profundidad, la idoneidad personal del candidato para el
cumplimiento del cargo en cuestión u otro de servicio público.
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