Apretujado en el trole, con destino cierto y con cierto retraso, voy camino de una cita con la vida. No, no voy al médico, ni a una entrevista de trabajo, voy a ver cómo enfrento el alma rota de mi madre. El abuelito se nos fue tras 94 años de batallas, aciertos y caídas...
Y en la unidad de transporte basta con afinar un poco el oído para distinguir, entre el murmullo y el bullicio, alguna historia rota, una voz que se queja de la vida y de sus noches oscuras.
La procesión va por dentro y uno no puede sino callar los argumentos e intentar pasar el trago amargo que le llega, sin un orden particular, sin desearlo ni quererlo.
Entre tantas voces rotas hay carcajadas sonoras, jolgorio quinceañero que, ávido, quiere darle sabor a la vida o saborear lo que los otros viven y parece de mejor dulzor que la propia experiencia adquirida.
Se nos da con querer gritar, romper el silencio y los nudos en la garganta, dejar que las palabras expresen lo que nos está quemando adentro, ahí donde el alma vive sola por mucho que nos acompañen los amigos, la familia, el ser amado, el espejo y la conciencia. Gritar o romper a llorar, gritar o romper todo para que haya un gesto visible del dolor interno que se agiganta con el silencio y los consuelos ajenos. Para ver si así nos entienden un poquito o mucho, para ver si así se dejan de consuelos extraídos de un libro de autoayuda.
...la psicóloga de una amiga, hace unos días, perdió a su pareja de 25 años de vida, de buena vida, claro. Y ahora, ella, desde su plataforma de historias, anécdotas, libros y frases profundas, no entiende cómo coser el descosido ni parchar el roto que se le vino encima.
Cada quien hace de soldado herido en este campo de batalla que es la vida y carga su fusil, sus miedos y sus dudas.
Y es que, ante el dolor ajeno, uno no puede sino callar y acompañar desde el silencio a la pasión que al otro abruma. Porque, aunque tenga toda la buena intención, de poco sirve echar mares de agua fresca sobre la cabeza del amigo, el pariente o conocido si el incendio y la llama está muy dentro, en la soledad que tiene forma de hueco en el pecho y que no se llena con palabras, ni siquiera con la compañía.
Ante el dolor ajeno, uno es como aquel espectador del circo romano. Puede animar al gladiador, apostar todo por él, gritar su nombre para darle coraje... Pero jamás podrá empuñar su espada ni pelear su lucha.
Ante el sufrimiento del ser querido, aún cuando sea poco conocido -contradicción absurda-, no nos queda sino espectar pacientes y comprometidos a la crisálida hasta que rompa su capullo, sin intervención nuestra porque podríamos romper las alas de esta alma que tanto queremos y que avanza un paso más en su construcción vital tan propia, tan solitaria y tan única.
Al llegar, descubro que un abrazo silencioso enjuga más lágrimas que un libro de autoayuda.
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