Y ¿qué es la vida, si al final, su hermana, la muerte, nos
espera a todos, de camino a la eternidad?
A veces la vida es solo
un susurro, unos minutos en una termocuna y lágrimas por lo que pudo ser. Una
vida que no crece duele tanto que marca la de muchos, a su alrededor, sin
siquiera haber logrado sonreír una vez.
Otras, la vida es un contar, casi aburrido, de años y
sonrisas, de batallas y dolores, de pérdidas y silencios. Y al final, la tumba
fría cuenta cómo se la vivió, resumiendo, una vida entera, en una frase que
alguien mira al pasar.
A veces, la vida termina abruptamente, en un terremoto, con
un coche bomba, en medio de una guerra sin razón, en un asalto a mano armada… y
con la sangre haciéndose tierra, las lágrimas se mezclan con gritos de dolor,
angustia y desesperación. Y muchas veces esos nombres se hacen olvido porque
nadie queda para recordarlos y volverlos a vivir.
Porque la vida a veces duele a desaparición.
Más hoy, es un equipo de gente de otro país, deportistas con
una camiseta en el hombro y sobre ella el sueño de miles coreando una canción: “Campeón”.
Así, como un sueño, como un deseo inconcluso, como la vida misma, cuando uno
gana y el otro pierde, cuando uno vive y el otro muere.
Chapecó es una ciudad perdida en el mar de ciudades que no
conoceremos nunca, ni de nombre, que no nos suenan a nada. Pero hoy, ese nombre
nos duele, hace que nuestra alma vibre y duela, porque nos cuenta historias de
jóvenes que, persiguiendo un balón ansiaban la gloria, levantar una copa y
colgarse una medalla que les cuente a sus hijos de una hazaña venida de abajo,
sin bulla exagerada y sin demasiada pretensión. Una medalla que los haga sonreír,
más de una vez, mientras siguen viajando por la vida y la memoria, por el hoy vivido con sabor a dulce ayer…
Hoy, el idioma del fútbol se olvidó de los colores, de la
fama y de la gloria efímera de un partido que muchos de nosotros no habríamos
visto porque no nos importaba. Hoy la vida nos recuerda que perseguir la gloria
no nos debe hacer olvidar que todo tiene un final.
Y quizá no podamos pronunciar sus nombres y no sabremos, de
seguro, cómo duelen esos nombres en los labios de sus madres, de sus hijos, de
sus padres, de sus esposas, de sus hinchas. Nos rodará una lágrima como homenaje
al sueño, al deseo de vivir, a la entrega de unos desconocidos que volaban y no
quisieron aterrizar.
Las alas de su avión se los llevaron a la gloria eterna, esa que sabe a alegría, a paz, a recuerdo y sueño cumplido. La gloria de los nombres que no se pueden pronunciar pero que no se olvidarán.
Hasta ayer no los conocíamos, no nos llamaban la atención.
Hoy nos duelen como todos aquellos que caen en desastres, guerras y tragedias.
Porque la vida, de vez en cuando, nos recuerda el valor de cada persona y no
necesita de nombres, nacionalidad, color de piel ni cuentas de banco para
mostrarnos cuánto vale cada uno.
Vivan siempre en la memoria de sus familias y de sus amigos, en la garganta rota de sus hinchas y en los cánticos de alegría. En nuestro respeto profundo.
Chapecoense, para siempre, de la vida, campeón